Parafernalia de epístolas múltiples a destinatarios invisibles.

domingo, 10 de febrero de 2013

El ladrón de agua



Me ha robado el ladrón de agua y ahora no quiero aparecer. Soy transparente a su lado y me huele como un loco. Me abraza, me mima, me tira, me caigo y se baña en mí y me besa como si no fuese a aparecer nunca más. Como si me perdiese sin remedio, sin solución. Al cerrar los ojos, soy dolor en lo más profundo de su ser. Soy peces rojos que nadan sin flotar. Soy un hogar que es el camarote de un barco. Soy un piso inundado donde las pastillas de jabón no engordan, donde los trapos hechos jirones se reinventan, donde los zapatos se esconden bajo la mesa y no las camisas bajo el sofá. Me gusta estar llena de él. Se baña en mí para no desperdiciarme, para que no le duela verme desparramada y esparcida por el suelo. Y dentro del hogar bajo el agua, me mira en silencio sin pronunciar palabra, cae dentro de mí y gime intenso y atrapado y, en su infinita locura, me ama. Que yo vuelva a mi cauce sin él debería no ser posibilidad.
Se enreda conmigo y no le dejo dormir. Se mueve mi oscuridad en su silencio y perturbo sus pocas horas de sueño. Los largometrajes asiáticos nos hacen reír y cantar, y los de Oriente Medio nos ahogan y me hacen llorar mientras lo apreso entre mis brazos. Ha olvidado cómo parpadear. Yo no me acuerdo de respirar. Su pelo me desafía. El sofá no quiere dejarnos ir. Quién va a amarse sobre él si nos vamos, quién va a desaparecer si ya no estamos, quién va a disfrutar lo que hemos cocinado, quién subirá las escaleras con los pies ávidos para encontrarle, quién lo abandonará por una azotea de sol cambiante. Me gusta disparar con él, concentrados en sonreír. No hay alto en el fuego.
Me gusta sin vinagre ni miel, me estruja como si me fuera a romper. El sexo de los domingos dice que los lunes nunca volverán a nacer; como si el sol no se fuese a volver a poner me señala el cielo incendiado, adonde disparo sin oxígeno. Me escribe frases con letras como nosotros, que no tienen espacios por si las fuesen a matar. Le dije que tendría que vivir con la enfermedad, que ya no podría curarse. La realidad escapó por los desagües. En el quinto piso sin techo las chimeneas y los tubos dejan salir las respiraciones que habíamos perdido. Cuando la luz daña los ojos, el té hierve para templar el interior de los cuerpos.
Las hojas de jazz están hechas de lunares. Me pisan sus pies tímidos que tanto me buscan en mi ausencia. Ama mis silencios punzantes bajo la piel, los silencios que se funden con su sangre, que le dan de beber, que lo reflejan en mí; que lo borran y me hacen ondas cuando me toca. 
Hoy me fui sin querer avisar, pero volveré para improvisar dos billetes de avión en las servilletas de papel que duermen junto a las migas de pan sobre el mantel, junto al olor del café recién hecho y de su miedo por el fin. A mí me asusta la luz del día que me quiere intuir. Nos proyectamos en un universo de frases de guiones de cine que nos mecen en los labios de Mae West para dormir. Las canciones que saben insistir nos llevan hasta California soñando. Por los poros de mi persiana entra la luz para esperarlo. Las palabras que no se atreven a nacer aún no estremecen los oídos, y las que se refugian bajo la lengua son fusil en nuestros ojos. Sus pies hablan de puntillas entre el baño y la cocina. ¿Te gusta la piña? Vivimos en las nubes atrapadas entre dos antenas y, con el fuego, a nuestra izquierda, nos teñimos de color azul. 

Texto: FEBRERO 2012

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