A pies juntillas, con los dedos de puntillas, yo creo en ti. En el
carisma de tu lengua, del fondo inexistente de tus ojos, del eco de
tu tacto sobre mi piel, del retumbar de tus besos en mis pies. Los
oídos son mudos ante tu silencio obtuso y claro que muerde mi pulso
al ritmo de tus manos. Tus dedos, que gritan en mi pecho a la luz
infinita de tu oscuridad inmensa presa entre mis piernas. Palabras
que quieren y que intentan, que se quedan a las puertas. No van solas
y no van tiesas, desayunan con fresas. En tus ondas, mis caderas.
Palabras que se enredan, que se enroscan a mi espalda para dormir,
que anidan en mi cuello cuando las destierras de tu lengua. Que me
buscan y me encuentran al salir de tu cueva, cuando las liberas para
mí. Así son tus palabras.
Un picnic es redundar en el color rojo del piso de abajo, con
luces a nuestra espalda y un té frente a la lengua. Es drogarnos de
nosotros mismos hasta desaparecer. Es todo cuando no es nunca
demasiado, porque es nada, y demasiado es incontable, y no existe.
“Sugerencias, ninguna. Súplicas, todas”. Durmiendo en tu
piel se destapa una larga lista de distintos tipos de felicidad
hipotética; mentalmente, de hoy, del momento, de mañana. De que el
despertador no suene mañana. Junto a mis monedas, la piedra de tu
bolsillo bosteza, se despereza, se calza sus botas rojas y se lanza
al mundo. En el último disparo, la vida flota en la sobrerrealidad
del abismo de tus ojos. Entre el primer y el último disparo, nunca
hubo nadie como tú.
Texto: ENERO 2012
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